Carlos Vivas y Homero Bagnulo
En estos tiempos hemos oído reiteradamente que la salud es lo primero y que luego nos ocuparemos de las repercusiones económicas de la actual pandemia; que las razones económicas no deberían anteponerse al salvataje de las vidas humanas; y quien no comparta estos principios es un desalmado y que sus argumentos no deben ser tenidos en cuenta.
Por nuestra parte estamos convencidos que este tema está muy mal enfocado, ya que la economía no está en oposición a la salud. El problema se torna muy relevante en cuanto se plantea reiniciar actividades que hoy están detenidas o muy enlentecidas.
Conduzcamos una discusión con argumentos, y para ello es necesario introducir dos conceptos que interactúan entre sí: Salud 1 y Salud 2.
Llamaremos Salud 1 a las actividades directamente vinculadas al COVID19: tanto médicas (test diagnósticos, consultas, internaciones, equipamiento, medicación, desarrollo de vacunas y muertes) como sociales (aislamiento, pérdida de ingresos por las distintas causas, cierres de espectáculos, gastronomía, suspensión de viajes turísticos, vuelos) Todos los días leemos sobre estos temas opiniones y cálculos matemáticos, que no obstante ser en general solo aproximaciones a lo real no generan controversia. O sea que Salud 1 gira en torno a aproximaciones conceptuales que si bien al presente no son absolutamente ciertas, igual nos ayudan con algunas definiciones y en la toma de determinadas decisiones.
Ahora consideremos Salud 2: está vinculada a todas las acciones que no hemos hecho en estos tiempos de clausura de actividades. En parte es lo que hemos considerado en nuestra columna previa sobre daño colaterales de la pandemia. Postergaciones de tratamientos, diagnósticos, cirugías, de controles de patologías previas, repercusiones psíquicas, violencia intrafamiliar, y suicidios. Los economistas denominan a estas consecuencias negativas “costos de oportunidad”. A nosotros, médicos, esta terminología nos rechina un poco por una cierta resonancia peyorativa.
Es muy poco el trabajo que se ha realizado para cuantificar el impacto en vidas, social y económico de la pandemia. Pero algunos datos comienzan a aparecer. Nos limitaremos a presentar dos artículos.
John Appleby en el British Medical Journal del 21 de abril analiza la mortalidad del COVID en Inglaterra y Gales. El autor se basó en los datos que publica semanalmente la “Office for National Statistics”, instituto que anota las muertes de acuerdo a los registrado en los certificados de defunción. La estrategia de publicar las muertes semanalmente permite comparar la mortalidad de 1 semana del año actual con el promedio de muertes que ocurrieron en la misma semana pero durante los 5 años previos. De esta forma, resulta muy fácil identificar el “exceso de muertes” que ocurrió en la semana que seleccionamos para estudiar. Así, en la semana finalizada el 3 de abril (semana 14 del año) hubo un exceso de muertes de 6.082 personas. Dentro de las causas de estas muertes se destaca que 3.475 personas fallecieron por Covid-19, mientras que las muertes por otras enfermedades respiratorias NO COVID fueron 2.367. Es necesaria que esta situación sea corroborada en otros países antes de sacar conclusiones absolutas pero todos conocemos del excelente manejo de las estadísticas en el Reino Unido. Aunque los registros que resumen las muertes de varios países tienen la dificultad de que cada registro nacional tiene su propia metodología, existen herramientas estadísticas que permiten agruparlas y así logran brindar una visión de conjunto. La Comisión Europea de Monitorización de la Mortalidad publica los resultados semanales de muertes ocurridas en 27 países. De acuerdo a este registro, la semana 14 en Inglaterra y Gales sufrió un exceso de muertes extraordinariamente alto, lo que coincide con el trabajo de Appleby.
Tampoco ha habido una correcta cuantificación de las repercusiones del aislamiento: los planteos han sido más que nada cualitativo con descripción de situaciones puntuales pero sin datos fuertes. Por eso también nos interesa comentar una carta publicada en JAMA Pediatrics el 27 de abril. En ella, un grupo de autores de Wuhan (donde se inicio la pandemia) analizan las repercusiones psicológicas del aislamiento en niños de primaria que por tanto habían dejado de concurrir a clase. Se envió una encuesta que permitía evaluar la depresión y la ansiedad que los mismos niños debían contestar. El análisis de las 1784 respuestas recibidas mostró que el 23% calificaba en sus respuestas para depresión y el 19% para ansiedad. Los autores se proponen continuar el seguimiento de la cohorte para evaluar si las situaciones clínicas perduran y su duración.
Es evidente que hoy no conocemos cabalmente la evolución ni las repercusiones de las medidas que estamos tomando. Tal vez debiéramos acotarlas lo más posible en el tiempo; su prolongación puede tener costos muy elevados a futuro que hoy no podemos proyectar.
Hay además un marcador de la pandemia que se utilizara en la de influenza del 2009 y que en esta no hemos visto considerar. Nos referimos a los años de vida perdidos. En aquella pandemia se sostuvo, con razón, que la mortalidad no era muy elevada. Pero, a diferencia de esta pandemia durante H1N1 murieron embarazadas, recién nacidos y niños. Por tanto al considerar los años que se habían perdido el peso de esas pérdidas fue enorme (aproximadamente 75 años para un recién nacido y 45 años para una embarazada). Aunque toda vida humana es valiosa no parece defendible otorgar el mismo peso a quienes tienen por delante toda una trayectoria vital que a quienes ya hemos cumplido con nuestro paso por la sociedad. Como bien nos enseñara Daniel Callahan.
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