Homero Bagnulo, Carlos Vivas - Notas sobre la actual pandemia
Al día de hoy han fallecido 43.600 personas en el Reino Unido (RU) y 5.300 en Suecia como consecuencia directa del COVID-19, pero no queda claro cuántos han fallecido por el miedo y por el bajo estándar de cuidados que acompañan a esta pandemia.
Esta semana fueron publicados dos informes, uno por la Universidad de Oxford y el otro por El Diario Médico de Suecia que analizan las muertes en personas mayores de 70 años en varios países europeos.
De acuerdo a la Oficina Nacional de Estadística del RU en las 11 semanas que transcurrieron desde el inicio de la epidemia hasta el 22 de mayo, en los geriátricos se produjeron 50.000 fallecimientos, el doble de lo esperado para la época del año. El 40% de las residencias para ancianos han tenido brotes de coronavirus-2. Todos los fallecidos tuvieron hisopados positivos para el virus, aunque los datos clínicos y los certificados de defunción no permiten diferenciar si el virus fue la causa de muerte o si el mismo se limitó solo a ser un factor asociado. Por los severos señalamientos a las autoridades, en especial en lo que se refiere a sus políticas sanitarias, nos parece adecuado reproducir sus conclusiones.
En la región sur de la Île-de-France se comprobó que la mayoría de los ancianos residentes en centros geriátricos no fallecieron por el COVID-19, sino que su muerte se debió a deshidratación extrema. Como explicación se encontró que la cuarentena extrema prolongada dentro de su habitación, sin visita de sus familiares, se sumó a la reducción del 40% de sus cuidadores lo que determinó la muerte por falta de aporte de agua. Los ancianos tienden a perder la sensación de sed, por lo que dependen de que sus familiares y cuidadores se lo recuerden y ofrezcan. En aquellos casos que la persona asocia un deterioro cognitivo la situación se agrava al olvidar alimentarse. Por tanto, la falta de apoyo para estas personas dependientes es una grave amenaza a su salud. Un terrible factor predisponente es la legislación laxa que tienen varios países respecto a los estándares de cuidados que deben tener estas instituciones. La falta de equipos de protección personal en los cuidadores también incidió en una peor calidad de los cuidados. Por ejemplo en España, donde el 72% de las muertes ocurrieron en instituciones geriátricas se han iniciado investigaciones para determinar causas y responsabilidades por la muerte de 140 ancianos en condiciones de abandono. La orden de no tocar los cadáveres y la demora en los servicios fúnebres llevó a aumentar el riesgo de contagio con la consiguiente reticencia a acercarse a estas personas. En el caso de Italia, donde las familias deben tener un papel activo en los centros geriátricos, su ausencia durante la cuarentena influyó decisivamente en un exceso de muertes de 19.000 personas durante marzo y abril. En Inglaterra, para aumentar las camas libres en los hospitales se transfirieron los cuidados de pacientes añosos a los centros geriátricos sin haberlos chequeados previamente con hisopados. Esto determinó que transcurridas 2 semanas de la cuarentena, cuando el número de infectados debía haber disminuido, ocurrió lo inverso, se diagnosticaron nuevos casos en 1.800 centros.
Mucho más dura es la realidad de Suecia. Los autores del informe señalan que la mayoría de los fallecidos eran mayores de 80 años y se calcula que menos del 10% de este grupo recibió cuidados médicos adecuados. En contraste con este panorama, señalan que el 70% de quienes tuvieron acceso a un tratamiento en un hospital con oxigenación, hidratación y antibióticos se recuperaron. Varias son las razones que explican la alta mortalidad en los centros geriátricos suecos, algunas son estructurales y otras fueron la consecuencia de decisiones adoptadas durante la pandemia. Así, se señala que las autoridades no autorizaron el pedido de los médicos para que todo el personal que atendía a pacientes ancianos fuera testeado, con independencia de la presencia de síntomas. Dentro de los fallos del diseño asistencial para los ancianos señalan que desde las reformas sanitarias de 1992 se viene desarrollando un plan para disminuir los costos que demandan estos pacientes. Paulatinamente se ha transferido los cuidados hospitalarios a centros sin capacidad de brindar cuidados convencionales y se ha roto el vínculo con los servicios de agudos de los hospitales regionales por lo que no existe una línea de cuidados que contemple las necesidades específicas de esta población.
Por su parte la London School of Economy, creó un sitio web, “LSEcovid” en el que investigadores de todo el mundo comparten evidencias y experiencias sobre los efectos sanitarios de la pandemia sobre quienes tienen una discapacidad o enfermedades crónicas. En su informe sobre Canadá destacan que de acuerdo a las fuentes oficiales al 4 de junio el 85% de las muertes por COVID-19 se produjo en residentes de centros geriátricos.
Por contraste con los países mencionados, en Hong Kong, que durante la epidemia de SARS en 2002-2003 había sufrido brotes en 54 centros de mayores, en esta oportunidad no registró ni 1 sola muerte. Por su experiencia, las autoridades reforzaron desde enero las medidas sanitarias en los geriátricos. Se limitaron los nuevos ingresos, se instruyó al personal en el manejo sanitario, se cuidó que los médicos pudieran visitar y evaluar diariamente a sus pacientes, desde el inicio hubo acceso irrestricto a los test diagnósticos y, finalmente, cada centro contaba con equipos de protección individual para 3 meses.
Los autores finalizan su informe señalando la triste realidad de que tuviera que ocurrir una pandemia para que se iluminara la realidad asistencial de los centros geriátricos. Mal subvencionados, con recursos humanos recortados, especialmente en lo que refiere a personal sanitario entrenado (licenciadas de enfermería y médicos), fueron un escenario destinado al fracaso. Medidas tan simples como la alimentación, hidratación, compañía y oxigenación hubieran evitado muchas muertes de personas frágiles. Ordenar confinamientos sin tomar en cuenta los daños colaterales, condenó a miles de pacientes a quedar encerrados en los lugares donde corrían más riesgo.
De la lectura de estos artículos surgen algunas consideraciones que entendemos adecuado comentar. En primer lugar, la adopción de medidas sanitarias debe contemplar la posibilidad de que ocurran consecuencias no deseadas, situaciones que si son previstas, es posible mitigar su impacto. El ejemplo de Hong Kong pone sobre el tapete el valor de prever cuál será la población de mayor riesgo y definir conductas que las protejan. Al prevenir el contagio de los pacientes añosos y de sus cuidadores, se cambia el escenario sanitario, alejando el tener que definir quién ingresa a las unidades de cuidados intensivos y por cuánto tiempo. Los países occidentales cometieron errores de juicio respecto al riesgo que corrían sus poblaciones al contraer la infección. La estrategia sueca, que también al inicio de la epidemia compartió el Reino Unido, fue asumir con fatalismo que el COVID-19 era un tsunami ineludible, de baja mortalidad global y cuyas víctimas mortales iban a ser personas con escasa expectativa de vida.
En ese escenario decidieron no recomendar medidas de confinamiento, sino limitarse a un distanciamiento social y no correr el riesgo de que una debacle económica y social “ayudara” al virus a destruir la sociedad. Parte instrumental de su estrategia se basó en la esperanza de que la población obtuviera una inmunización por rebaño y en una definición muy laxa de qué se entiende por un paciente frágil. La fragilidad es un concepto multidimensional que excede la consideración exclusiva de la edad y de la presencia de enfermedades concomitantes. El concepto se refiere a la pérdida de los mecanismos de adaptación imprescindibles para poder superar una enfermedad crónica o una injuria aguda. En su definición se toman en cuenta la fatiga, la pérdida de peso, la debilidad, la severa disminución de velocidad de la actividad física y el deterioro cognitivo. Por su parte, los países mediterráneos, demoraron en ajustarse a la crisis, por lo que rápidamente sus servicios hospitalarios, no solo los de cuidados intensivos sino incluso los cuidados convencionales fueron rápidamente saturados. No solo se ingresó innecesariamente a pacientes infectados que no requerían atención hospitalaria, sino que la falta de equipos de protección, la lentitud en aplicar una estrategia de testear, identificar y aislar a los infectados, así como la falta de acuerdo sobre los criterios de admisión de los pacientes críticos llevó a que la pandemia se convirtiera en un pandemonio.
Como se ve, no fue solo el número de camas ni de ventiladores lo que falló, o la demora en disponer de tests, sino la falta de previsión de los sistemas sanitarios. Desde luego, no se puede negar que parte de la mortalidad de los pacientes añosos se explica por las condiciones en la que se tuvo que decidir qué paciente era admitido en un CTI, con falta de tiempo y de recursos materiales, pero no es de recibo descargar la responsabilidad de las autoridades en los profesionales sanitarios.
Resulta preocupante que a 30 años del “revival” del neoliberalismo, y su insistencia en el eficientismo para alcanzar las metas económicas sin tomar en cuenta al costo social, sigue pesando en quienes toman las decisiones sanitarias. Solo así puede explicarse, como lo comentáramos en una columna previa, que la muerte de personas frágiles durante esta pandemia sea etiquetada como “daños colaterales”.
Y el mundo siguió andando.
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